Correcta actitud ante la certeza de no ser un cóndor

Usted se levanta cada mañana y, todavía con una inocente esperanza, se asoma al espejo del baño. Nuevamente se decepciona: su cuerpo no está cubierto de un plumaje azabache; no hay ningún collar blanco alrededor de su cuello ni ninguna cresta rojiza corona su cabeza; el pico en forma de gancho brilla por su ausencia. Será inútil preguntarse si tal vez aquellos extraños bultos en su espalda, justo sobre los omóplatos, anuncian el nacimiento de unas alas: no lo hacen, no son más que sobrehuesos.

Pero no se deje vencer por la frustración. Si bien es cierto que no hay ningún registro de alguien que haya pasado de un estado de no-cóndor a uno de cóndor, también lo es que los registros son llevados por personas poco confiables y por demás perezosas.

Muchos psicólogos y otros profesionales de la salud le aconsejarán dejar una tarea tan poco práctica como la de ser un cóndor. Ellos argumentarán que los cóndores no contribuyen activamente a nuestra sociedad; que no pueden sacar un carnet de manejo ni acceder a los clubes sociales más respetados; que se la pasan planeando a siete mil metros de altura, donde seguramente la señal para el teléfono celular es terrible. Ignórelos.

Lo más importante para llegar a ser un cóndor será, obviamente, sentirse un cóndor.

Renuncie a su trabajo, pues los cóndores no trabajan. No use más ropa, zapatos o sombreros. Abandone su departamento y múdese a algún lugar alto, protegido de la lluvia, del viento y de potenciales depredadores.

Inicie una dieta carroñera. A falta de animales salvajes, puede comprar una hamburguesa en algún puesto callejero y usarla como práctica. Déjela en el suelo y vuele sobre ella en círculos concéntricos. Cuando se haya asegurado de que la hamburguesa esta verdaderamente muerta, baje y devórela.

Los días pasan y usted comienza a sentirse más cóndor. No corra al espejo a verificar su progreso: en las altas cumbres de los Andes los espejos son escasos.

Anímese a volar más alto. Primero sobre las casas, después sobre los edificios. Suba una docena de metros cada día.

Finalmente llegará el día cuando usted estará volando a seis o siete mil metros de altura. Al mirar hacia abajo, la ciudad se verá muy pequeña. Miles de hombres y mujeres con sus urgencias, sus futuros cuidadosamente planeados, sus metas y prioridades, serán puntos apenas perceptibles. Todo parecerá pertenecer a otra realidad.

Alce la mirada hacia el horizonte.

El mundo de allá abajo ya no es su mundo. Olvídelo.

Sienta la caricia del aire helado besando sus plumas, la ligereza de su cuerpo sobre las nubes.

A lo lejos, las montañas lo llaman.


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