Volar

Gabriel dejó el consultorio del doctor Zacarías un poco más tranquilo. Aquella mañana había encontrado dos extraños bultos en su espalda, justo sobre los omóplatos. Preocupado, se lo había comentado a su mujer, pero ella no le había dado importancia.

—No es nada, Gabriel, tranquilizate —había dicho Isabel, sin levantar la mirada de su desayuno.

A la mañana siguiente, sin embargo, Gabriel fue al médico. Después de una rápida mirada, el doctor le había dicho que no se preocupe: eran sólo sobrehuesos.

El consultorio del doctor Zacarías quedaba bastante lejos de la oficina. Eran ya las once de la mañana cuando Gabriel se sentó en su escritorio y prendió la computadora. Poco importó que él hubiera llamado con tiempo para avisar que tenía una cita con el médico, que llegaría tarde. A lo largo del día el jefe de Personal, el de Contaduría y el de Recursos Humanos pasaron por su escritorio a darle el habitual discurso sobre lealtad a la firma, fechas de entrega y plazos mínimos.

—Son tiempos de crisis y todos debemos hacer sacrificios —habían repetido. Gabriel solo escuchaba en silencio y bajaba la cabeza.

Cuando aquella noche llegó a su departamento, su mujer ya dormía. No era nada nuevo. Gabriel había trabajaba más de setenta horas semanales. Cada día llegaba a un departamento a oscuras, comía algo de la heladera y se metía en la cama, cuidando de no despertarla. Los fines de semana estaba tan cansado que dormía todo el día o se sentaba catatónico enfrente del televisor. Con Isabel, apenas si hablaba.

A la mañana siguiente Gabriel se levantó con dolor de espalda. Al principio pensó que era por la mala postura enfrente de la computadora, pero al mirarse en el espejo del baño por poco deja escapar un grito. Donde antes estaban los sobrehuesos ahora aleteaban tímidamente dos alas blancas. Pequeñas y escuálidas, parecían de gallina.

Asustado, Gabriel pensó en pasar por el consultorio del doctor Zacarías, pero inmediatamente lo descartó. No podía llegar tarde otra vez. Tomó un cinturón y lo puso alrededor de su pecho, de manera de que las alas quedaran aplastadas sobre su espalda. Sin decir nada a Isabel, salió para la oficina.

El cinturón hizo su trabajo los primeros días, pero las alas continuaron creciendo. En una semanas eran tan grandes como las de una garza. Gabriel se compró un pesado abrigo negro que no se quitaba nunca, aunque fuera verano y las gotas de sudor le corrieran por la frente.

Por la noche, en cuanto Gabriel se dormía, las alas comenzaban a aletear. Al principio no hubo problemas: Gabriel dormía sobre su espalda, lo que sofocaba el aleteo y Isabel no lo notaba. Pero las alas siguieron creciendo. Una noche lograron liberarse y, extendiéndose por toda la cama, despertaron a Isabel.

Ella no dijo nada. Lo miró allí, tendido sobre el colchón con sus grandes alas blancas, tomó su almohada y pasó el resto de la noche en el sofá. Al día siguiente Gabriel encontró una nota de Isabel en la heladera explicando que se había ido.

En la oficina nadie se percató de las alas o, si lo hicieron, nadie hizo ningún comentario. Aún cuando Gabriel llevara siempre aquel abrigo negro, con una joroba en su espalda que crecía cada semana.

Gabriel comenzó a trabajar más horas extras. A veces pasaba incluso los fines de semana enfrente de la computadora, hundido en números y hojas de cálculo. Cada vez más seguido sentía que las alas se movían bajo el abrigo, pero había comprado un cinturón más grande y las mantenía atadas.

Una mañana, lo llamaron a la sala de reunión. Era una amplia habitación y de la ventana abierta se podía ver el parque y los primeros colores del otoño. Allí lo esperaban el jefe de Personal, el de Contaduría y el de Recursos Humanos.

Gabriel se sentó. Le explicaron que la compañía estaba en crisis, pero que lo valoraban. Le anunciaron que sería ascendido, pero que por razones económicas le deberían reducir el sueldo: el doble de las responsabilidades por dos tercios de su sueldo.

Gabriel no escuchaba. Sus ojos estaban fijos en el cielo que asomaba a través de la ventana. Se paró y se quitó el abrigo. Sus alas blancas se extendieron, grandes como las de un cóndor, y llenaron la habitación. Corrió hacia la ventana. Pero cuando iba a saltar sintió que lo agarraban. El jefe de Personal y el de Contaduría lo tomaron cada uno por una ala y lo arrastraron al piso.

—Son tiempos de crisis y todos debemos hacer sacrificios —había dicho el jefe de Personal. En su mano sostenía un cuchillo.

Esa tarde Gabriel volvió caminando a su departamento. Llevaba un bulto bajo el brazo y dejaba tras de sí un rastro de plumas blancas.


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